26 agosto 2011

Más de despistados...

Bueno, he de decir que el comentario de Neko me sirvió de consuelo, pues recordé a uno más despistado que yo, y aún que su novio.

A un Gerente nuestro, en cierta ocasión que regresaba a su casa desde la faena, su esposa le pidió que fuese al supermercado. Cansado que venía, decidió no sacar el auto, e irse en la misma camioneta de la empresa, la que -of course- no debe usarse para tales menesteres, pero que habitualmente se usa para eso y más. Nadie dice nada, porque al fin y al cabo, quienes lo hacen son Gerentes.

Fue, pues - marido obediente- al super, hizo las compras solicitadas, buscó la camioneta para regresar... y no estaba!
Se puso pálido, obvio,  porque una cosa es ir al supermercado en la camioneta, y otra muy diferente el que se pierda. La buscó por todo el estacionamiento, lleno de vehículos, una y otra vez, solo, con el guardia, con los guardias, con los que recogen los carritos desocupados, y nada...

No quedaba otra. Tuvo que llamar a la policía, y avisar a la empresa que le habían robado el vehículo, sabiendo que lo primero que le dirían es que el seguro no paga en estos casos, cuando el vehículo es usado para tareas ajenas a su trabajo.
Policías varios investigando por todo el estacionamiento, interrogando posibles testigos, cuando de pronto se recibe un llamado radial: se ha encontrado el vehículo. ¿Lo encontraron? ¿dónde? ¿cómo tan pronto? ¿es que los ladrones lo han abandonado en algún lugar cercano?

Pues, sí, muy cercano. Tan cercano como el segundo nivel del estacionamiento, el inferior, donde él mismo la había dejado al no encontrar lugar en el primer nivel, el que hasta ese día era el único que había usado...



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23 agosto 2011

Mi auto, mi pequeño auto, robado...

Me levanté en la mañana, temprano, como es habitual,
para sacar el auto y llevar a mi esposa a su trabajo, como es habitual.
(Lo menos que se puede hacer por la esposa cuando está uno de descanso.)
Salí al patio y saludé a la perrita, como es habitual.
Abrí el garaje y entré en él, como es habitual.
Y me quedé helado, frío, pasmado, estupefacto, paralogizado.
Porque el auto no estaba!
No estaba.
Sólo había un lugar vacío...


Mil ideas me pasaron por la cabeza.
No sabía qué pensar, qué hacer.
Se habían robado el auto...

Y entonces, en un instante de lucidez, advertí algo, un pequeño detalle:
Las puertas del garaje estaban cerradas por dentro.
¿Cómo habría  podido -entonces- haber sacado alguien el auto?

Y en ese momento pensé que, si nadie lo había sacado, y no estaba, no quedaba sino una explicación:
Nunca estuvo dentro!

Y rápidamente abrí las puertas y miré hacia la calle, y ahí estaba... estacionado frente a la casa, donde lo había dejado la tarde anterior. Simplemente no lo había guardado, y ahí quedó toda la noche.

La verdad, en lugar de sentir alivio porque estaba ahí,
sentí vergüenza por haber creído que se lo robaron.
No se puede tan distraído...

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20 agosto 2011

Believe it, or not...


Mi trabajo me gusta. Mucho. A veces incluso me apasiona al punto de olvidarme del mundo. Pero a veces también lo odio, cuando pasan cosas de ésas contra las que uno nada puede hacer. Por ejemplo, hace unos días atrás, deseé no tener que estar ahí, poder dejar todo botado y decir ¡me voy!

Y es que lo que me pasó no es para menos:

Estaba ocupadísimo, tenía abiertas al menos 5 planillas excel en las que estaba trabajando simultáneamente, más un correo que estaba escribiendo, más tres programas de la empresa que requieren de claves de acceso online, cuando de pronto, la pantalla se puso negra, y aunque no me dí cuenta enseguida -porque estaba sorprendido- el computador quedó en silencio. Los demás seguían trabajando normalmente, había luz en la oficina, sólo yo era el afectado por el extraño corte de energía.
Pensé entonces en todo el trabajo que había hecho, en lo que estaba haciendo y que probablemente se habría perdido, y me molesté, me molesté mucho, al punto que empecé a despotricar contra el maldito pc que se había apagado, que seguramente había fallado porque ya está viejo, etc...

En eso estaba, cuando advertí que mi jefe me miraba, me miraba y con cara de culpable!, se agachaba  y hacía unos movimientos rápidos.  La pantalla entonces se encendió. Apreté el botón de encendido del pc, y éste empezó a correr nuevamente...

Perdí casi todo el trabajo realizado, ya que el excel no alcanzó a recuperar casi nada. El correo -lo menos importante- tuve que hacerlo de nuevo, y de los tres programas, dos quedaron con sus password bloqueados, y no me dejaban entrar, cosa que toma tiempo solucionar.

¿Que qué había sucedido? simple, muy simple:

Mi jefe, mi señor jefe, mi nuevo y flamante jefe, no encontraba dónde enchufar un importantísimo aparato, y no pensó nada mejor que desconectar el primer enchufe que vió, que resultó ser el de mi pc.

¿Que qué era lo que necesitaba conectar? Simple, muy simple:

Su PSP!!!


Believe it, or not...


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18 agosto 2011

Un fantasma en nuestro patio...

El patio 14 del campamento está silencioso, a esa hora. Los que tienen turno de día ya han partido hacia sus labores, y los que han trabajado toda la noche aún no regresan a sus habitaciones.


La camarera que atiende ese patio, se mueve presurosa, como cada día, para hacer las camas y limpiar antes de que lleguen los nocheros, para que puedan acostarse y no ser molestados en su descanso.
Lo primero que ella hace, cada día, es abrir todas las puertas, para tener fácil y rápido acceso, y poder trabajar más libremente.
Abre una puerta más, de las tantas que tiene bajo su responsabilidad, y ya se está yendo en busca de la siguiente, cuando advierte algo que no está bien. Se devuelve y mira hacia la habitación, y ve que hay alguien aún acostado. Esto no debiera ocurrir, pero se dá en ocasiones. Algún trabajador que se queda dormido, o tal vez alguien que se siente enfermo e incapaz de levantarse.
Hace entonces lo que debe en estos casos: le habla desde la puerta, para que se despierte. No hay respuesta, sin embargo. Pensando en que tal vez estará enfermo, entra despaciosamente en la habitación, y vueve a hablarle, esta vez más fuerte. El silencio sigue siendo la única respuesta. Demasiado silencio, tal vez.
Un paso más y está ya al lado de la cama. Extiende su mano con la idea de remecerlo un poco, pero se arrepiente en el último momento. Y es que algo no le cuadra, algo le parece fuera de lugar. Y entonces repara en qué es eso extraño: que no parece estar respirando...
Con el corazón oprimido, se acerca y mira su rostro... y ahogando un grito, sale corriendo de la habitación... y corre, corre hasta donde su compañera, y con voz quebrada le cuenta del macabro hallazgo...

Se dió la voz de alarma, y el patio se llenó de gente, de voces, murmullos, llamadas telefónicas...
Ha venido el médico -que reside acá mismo- pero se debe esperar ahora a la policía, y al juez, para el levantamiento del cuerpo.

Nadie sabe cómo ocurrió, todo mundo especula y da versiones.
La noticia ha volado y 15 minutos desúés ya no hay quién no esté enterado. Se habla acerca de él, de quién era, se dice era un hombre joven todavía, se dice que deja mujer y dos hijos.

Entre quienes vivimos en ese patio, no faltan aquellos que ya hablan de cambiarse de habitación, de patio, y hasta de si tendremos un fantasma en el patio 14...



[Dá escalofríos pensar en que nunca se sabe si volverá uno a casa...]

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15 agosto 2011

No hay derecho...

Uno va a comprar su mayonesa de siempre, y le ponen trampas como ésta...


Obviamente, me vi obligado a comprarla...

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13 agosto 2011

Ya no tan inútil...


El lapidario comentario de Cristina ["la mayoría de hombres son tan inútiles!!"] me recordó las palabras de otra mujer, que escuché hace mucho tiempo, y que me impresionaron bastante, al punto de hacerme revisar mi propia forma de ser.


Aquella mujer decía a una amiga: "mi marido es un inútil!, no sirve para nada..."
Y luego se extendió explicando que si le encargaba jamón -por ejemplo- y no había del que ella le había encargado, le traía otro tipo de jamón.
Yo no entendí cuál era el crimen cometido, y me pareció lógico lo que el marido hacía. Pero ella explicó entonces que le traía un jamón que era pura grasa, y no gustaba a nadie en la casa, salvo a él.
Su amiga -tan despistada como yo- tuvo la idea de preguntar qué debería haber hecho el marido al no encontrar lo que ella le pedía. Y la respuesta fue enfática: pensar. Debería pensar en qué otra cosa podría llevar, que reuniera todas las condiciones apropiadas, es decir, que tuviera el precio adecuado, que fuese sano y que gustara a todos.
Decía también que el marido era un inútil porque no se le ocurría nada, es decir, si le pedía que fuese al supermercado a comprar fideos -por ejemplo- el muy tonto traía  fideos...
Quedé sorprendido otra vez. ¿Qué se espera que traiga un marido cuando se le manda a comprar fideos?

La explicación -afortunadamente- llegó de inmediato. Decía ella que lo que debía hacer era -obviamente- traer fideos, pero también debía traer aquellas otras cosas que fueran necesarias en la casa. ¿Cómo podía ir hasta allá y sólo traer un paquete de fideos?
Ahora, si bien se piensa, para hacer eso se requiere saber qué hace falta en casa, y por tanto, es necesario que se tenga el interés mínimo necesario en el tema doméstico, como para saber si se acabó el azúcar, si queda papel higiénico o si el perro tiene comida. Y un marido que no se preocupa de esas cosas, pasa en realidad a ser un poco inútil en la casa.

A partir de ese día, y tras haber escuchado (inevitablemente) esa conversación, que siguió por un rato del mismo estilo, tuve que revisarme a mí mismo y admitir que en realidad -quieras que no- cuadraba dentro del perfil descrito por ella.
Y no me quedó otra opción que cambiar, porque aunque mi negrita jamás diría públicamente que su marido es un inútil -por una cuestión de simple amor propio-, de sólo imaginar que pudiera pensarlo me da vergüenza...



(Nota: Esa conversación la oí hace años, de modo que a estas alturas -y con la experiencia adquirida- ya no creo merecer ese calificativo...)


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11 agosto 2011

"Ningún hombre puede..."

¿Habrá -acaso- bajo los rayos del sol, 
bajo la luz de la luna, 
mujer alguna que no piense así?


Ha un par de días, fui a la farmacia temprano, cuando recién si empezaban a abrir.
Al llegar, lo primero que vi fue un redondo trasero, moviéndose acompasadamente, mientras su dueña limpiaba el piso enérgicamente con una mopa. A un lado, un joven de unos 20, afirmado en una escoba, con aire compungido la miraba hacer.
Un poco más allá, una mujer reponía la mercadería en un estante.

Una escena por demás normal al inicio del turno en cualquier comercio, indudablemente.
Pero lo que me llamó la atención fue que la mujer que limpiaba llevaba unas botas con altos tacones, un pantalón de buena tela y un abrigo que a todas luces ninguna aseadora podría costearse, cuánto menos usarlo para trabajar. Tendría unos 27, creo yo (¿29 tal vez?, no sirvo para esto).

Algo habló mientras limpiaba, y entonces se escuchó decir al muchacho -con lastimera voz- "pero jefa, si yo ya limpié ahí..."
A lo que ella contestó diciendo "pero mira, si esto está todo pegajoso!" y continuó frotando el piso.

Pues sí, era nada menos que la Farmacéutica, profesional universitaria, jefa del local, quien estaba limpiando el piso, descontenta con el trabajo del muchacho. Murmuraba al hacerlo, pero yo -ya en el mesón haciendo mi compra- no conseguía oír lo que decía.
No me cuesta imaginarlo, sin embargo, porque sabido es que todas las mujeres son iguales en esto: están convencidas que ningún hombre puede hacer el aseo bien...

¿O me equivoco?

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10 agosto 2011

La cubierta no hace al libro...

Si hay algo que me molesta, es esa gente que juzga  a los demás por el cómo se ven.
Odio eso. Ayer pasé un disgusto -y tuve que aguantármelo- a causa de ello.

Fuimos al Mall, a nuestra tienda favorita, porque quería comprarle a mi negrita (mi señora) su regalo de cumpleaños, un perfume que a ella le gusta mucho, Carolina Herrera.
Ya yo lo había visto, una semana antes, pero no alcancé a comprarlo y tuve que irme a trabajar, de modo que apenas volví, y siendo justo ayer su día, la llevé.

Me acerqué al mostrador y le pedí a la promotora (que ni vendedora era) un CH.
Me miró como a un bicho raro (nótese que yo no uso ropa de marca ni cosa por el estilo, me visto lo más simple que pueda imaginarse), y me preguntó:

- ¿De hombre?
- No, de mujer.
Entonces advirtió a mi mujer a mi lado. Y poniendo cara de "estoy perdiendo el tiempo", dijo con tono desagradable
- ¿Qué, lo quiere probar?

Yo sé que mi esposa (que se refiere a si misma diciendo: ni alta ni rubia, ni flaca ni bonita ni ojos verdes), es morenita, baja de estatura y con innegables rasgos de nativa sudamericana, pero eso no es motivo para que nadie piense que no es capaz de comprarse un miserable perfume.

Con molestia, le dije a la promotora que no, que quería comprarlo. Y allá fue la maldita a tomar el tamaño más pequeño, sin preguntar siquiera.

- El más grande, el de 100 ml., le advertí.

Se  lo pasó entonces a otra chica, para que me acompañara a pagarlo en la caja, pero aún se sintió obligada a advertirme, como si yo no supiera lo que estaba haciendo y mientras me alejaba de espaldas a ella:

- Que vale $67.500...!!  [Todo mundo cerca nuestro la escuchó, por cierto]

Ahí sí que ya me ardió todo, y pensé por un segundo en devolverme y decirle a la muy estúpida que la cuenta que pagamos sólo en esa tienda,  mensualmente, son 6 perfumes como ése...
Pero me acordé en ese preciso instante que era el cumpleaños de mi esposa, que ella iba conmigo, y que no me perdonaría que la hiciera pasar vergüenza montando un escándalo por ese motivo. Que ella ya está acostumbrada a que la traten así.

De modo que me obligué a seguir hasta la caja, sonriendo por fuera pero con toda la rabia por dentro, la que aún ahora todavía no se me pasa...

Hace mil años atrás, fui vendedor en una tienda de una ciudad minera. Una ciudad pequeña, rodeada de minas de cobre, donde todo mundo vivía de eso. Los vendedores eran de la capital, excepto yo, que recién entraba. Eran dos hombres y una mujer, una rubia (o creía yo entonces que lo era) que me enseñó muchas cosas. Una de ellas fue que no se puede juzgar a un cliente por cómo se ve. Y me lo demostró con un claro ejemplo un día que entró una familia completa a comprar.

Entraron como si dueños fueran, y los tres niños, con la ropa desordenada y algo sucia, corrían por todas partes. El marido, un hombre grueso, sin afeitar, de pelo tieso, con una ropa que a todas luces había servido para trabajar con ella al menos una semana, y unos zapatos de trabajo que dejaron la alfombra llena de tierra. La mujer, con buena ropa, pero horriblemente combinada y no menos desordenada que sus hijos.

Ninguno de los vendedores hizo más que mirarlos con desprecio. La vendedora en cambio, tras una rápida mirada, se acercó obsequiosa, y comenzó a conversar con ellos. Después de una media hora de sacar ropa, mostrar ropa, probarse ropa y perseguir a los niños para quitársela, se fueron, cargados de bolsas con trajes nuevos para todos: niños, señora y aún para el marido, a quien la esposa hubo de escogerle lo que mejor le pareció para él, que no quiso probarse nada.

La vendedora se acercó a mí sonriendo y me dijo: ¿ves?, en esa sola venta gané más que lo que ellos juntos (los vendedores) han ganado en toda la semana.
No mires si los clientes están bien o mal vestidos, piensa. Piensa a qué entra gente vestida así a una tienda como ésta, si no es a comprar. No mires que la ropa de ese hombre está sucia, piensa y mírale la marca a esa ropa. No mires si la señora sabe o no combinar los colores, piensa y mira cuánto le costó lo que trae puesto.
En el fondo, todo se trata de no juzgar a nadie por cómo se ve, de buenas a primeras.



(Y aún no se me han quitado las ganas de ir a pelear con esa promotora...)

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05 agosto 2011

Un visitante inesperado...

El domingo salí al patio, a regar nuestro jardín. Bueno, más que jardín, es un cúmulo de plantas de diversos "pelajes" que crecen a su arbitrio en nuestro patio. Nunca crecieron como quería, ni las que quería, sino que lo hicieron como se les dio la gana. Se murieron las que quería vivas y vivieron y se esparcieron las que no esperábamos que lo hicieran. Pero ahí están, y hay que cuidarlas en la medida que se puede.

Y en eso estaba, cuando de pronto advertí el canto de un pajarillo, un canto nuevo, que no había escuchado.
No era el canario del vecino. No eran tampoco los diamantes de más allá. No, era un sonido muy diferente, que me llamaba mucho la atención. Y pensaba en qué ave sería, tratando de recordar dónde lo había escuchado, cuando lo vi enfrente mío...

Estaba ahí, a unos tres metros, entre las macetas, yendo de una kalanchoe a una hiedra, de la hiedra al suelo, del suelo a una enredadera y así, en continuo movimiento, recorría el jardín buscando insectos. Y mi corazón se detuvo por unos segundos, al ver que era nada menos que un chercán.

Un chercán. Hacía años que no veía uno. Dieciocho o cosa así, cuando mi hijo apenas comenzaba a dar sus primeros pasos.

Pero la historia del chercán empieza antes, mucho antes, en mi lejana infancia, allá en las tierras de la familia de mi padre, en el viejo pueblo serrano de Carén.  Había muchos pájaros allí, y mi padre me los señalaba, me enseñaba sus nombres y me hacía escuchar su canto. Tordos, tencas, zorzales, diucas, chincoles y loicas de pecho ensangrentado.
Sin embargo, había uno que no conseguía mostrarme, uno que para mí era casi un mito, un ave invisible: el chercán.

Sólo podía escucharlo, pero nunca verlo. Cuando papá me decía con voz queda: mira, un chercán, yo sólo alcanzaba a ver una ramita moviéndose, o la oquedad vacía de una pirca de piedra. Era un avecilla muy tímida, y escapaba entre los matorrales al primer ruido o movimiento. Así, para mí el chercán llegó a ser un ave misteriosa, de formas y colores desconocidos.

Debo haber tenido unos 10 u 11 años, cuando me armé de paciencia y al escuchar su canto, me senté sobre una piedra, muy quieto y callado, a esperar que apareciera. Casi fue una decepción cuando lo vi por primera vez, ya que era un pajarillo muy pequeño, como una laucha con alas, y su plumaje parecía carente de atractivo. Pero al observarlo bien, pude apreciar que no era tan así, que era en realidad lindo, vivaz y hasta simpático. Y pasó a ser uno de mis pájaros favoritos.

Mas el tiempo pasó, las cosas cambiaron, la tierra se vendió, dejamos de ir de vacaciones al pueblo y los recuerdos de esos tiempos se cubrieron de polvo en  estas resecas tierras nortinas.

Pasaron los años, muchos.
Murió mi padre.
Me casé. Tuve un hijo.
Y cuando ese hijo empezaba a caminar, volví a ver un chercán.

Vivíamos por entonces en un barrio antiguo, con casas de grandes patios, con árboles y muchos cachureos, cosas viejas y rincones oscuros.
Aquella donde vivíamos la arrendaba mi madre, y nosotros ocupábamos una habitación, la última de la casa, en el patio. Éste se extendía unos 25 metros, aunque era angosto, de no más de seis de ancho. Al final, después de unas habitaciones ruinosas que nadie ocupaba y permanecían cerradas, y pasado un añoso parrón, había un par de pequeños árboles  y un viejo y derruído gallinero vacío. En él campeaban las arañas y muchos otros insectos. Pero ese patio era un lugar soleado, de modo que iba ahí a sentarme con mi hijo, los domingos, mi día de descanso.

Un día, nuestro vecino vendió el terreno de su patio, y los compradores edificaron ahí una gran casa de 3 pisos, que amén de traer el ruido de la construcción por unos meses, trajo también, al terminar, demasiada sombra  a nuestro lugar favorito. El patio se volvió más oscuro, y también más callado, ya que no había ahora niños que jugaran en el patio vecino.

De modo que no íbamos ahí sino una vez a la semana, a tender la ropa lavada, para que se secara. Un día, cuando íbamos a recogerla, escuché un canto que ya creía olvidado, unos trinos melodiosos que despertaron mis recuerdos, y me acerqué silenciosamente. No me había equivocado, era un  chercán. Más bien, eran dos.
Una pareja de ellos habían anidado en un hueco de la alta pared recientemente construída, y se habían adueñado de nuestro patio.

De ahí en más, cada vez que podía me llevaba a mi niño y nos sentábamos a mirar a los chercanes en sus afanes diarios. Notamos cuando nacieron los pequeños, porque sus padres se turnaban para cazar insectos con que alimentarlos. Y luego los vimos aparecer, e intentar sus primeros vuelos, desde la muralla al árbol, y del árbol a la seguridad de su casa. Un día se fueron, todos. Y el patio quedó más silencioso que nunca.

Finalmente, tuvimos que irnos de esa casa, a un barrio donde los patios eran pequeños y la gente bulliciosa, y donde no se veían más aves que las odiosas palomas y los pendencieros gorriones.

Hasta que pudimos comprar esta vieja casa, en un barrio también viejo, y como aquél otro, con patios grandes y callados. Y pude tener este jardín agreste que atrae a los picaflores y a algún otro pajarillo descarriado, como atrajo ayer a este chercán que me ha alegrado la vida. Sólo espero que encuentre un lugar donde anidar por aquí cerca, para que me visite de nuevo, ya que si algo hay en mi sombrío jardín, son insectos -suficientes para alimentar a una familia de chercanes-, y paz, para que nada los asuste.


(Imagen de José Cañas)

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