29 enero 2016

Qué mala memoria...



Lo olvidé, lo confieso.
Olvidé, por completo, el nombre de estos dulces que una chica vendía, en la calle Punata de Cochabamba.
Recuerdo todo, excepto el nombre, y eso que se lo pregunté,
de ex profeso, para saberlo cuando lo contara.
Son unas suaves masitas, de no menos suave sabor.
La mezcla, que recuerda a la de los panqueques en su consistencia, se vierte (apenas una cucharadita) en un pequeño horno rotatorio -que recuerda a una bandeja de huevos-, y que va directo sobre el fuego.

La pericia de la vendedora -o la falta de ella- se demuestra en que sepa el momento exacto en que debe voltear el horno, para que la masa aún líquida del centro gire dentro del molde, se cueza y se dore.
Así, en cosa de un minuto, las masitas quedan listas para comer, doradas por fuera y suaves por dentro.
Las comimos calientes, recién salidas del horno. 

Tienen un sabor ni fuerte ni sabroso, sino tenue y delicado.

Yo, goloso como soy, les habría puesto una pizca de manjar adentro, pero la verdad es que sin él igual son ricos...

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19 enero 2016

Encadenada.


Encadenada, así me pareció estaba,
la vendedora.
En un puesto callejero vendía,
¿qué vendía? no lo recuerdo.
No recuerdo que le compré, 

pero sí recuerdo su cara,
la infinita tristeza que en ella se reflejaba.


Era una autómata, 

previamente programada, 
quién allí atendía, una autómata, 
un ser sin vida, 
con la mirada en el vacío perdida, 
que no parecía sentir nada.

No se veían, 

no se veían las cadenas, 
no las veían los indiferentes transeúntes, 
no se veían,
Pero juro que ella las sentía, 

en sus tobillos aherrojadas, las sentía, 
tanto como yo 
-al mirarla- 
las adivinaba.

Era una joven vendedora,
en un puesto callejero,
con la mirada perdida,
y el alma encadenada...

[Para variar el tema en el blog...
Esto lo escribí en nuestras vacaciones,
y está inspirado en una joven vendedora  que ví]

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